Nadie supo por qué, pero una mañana Arielle se despertó y dejó de contar cuentos. ¡Pop! una expliosión de palomita, y la pequeña parte del cerebro que hacía esa función quedó voluntariamente desactivada. Quizás los cuentos eran su verdadera vida, quizás ahora solo quería el standby, dejar de ver su niña interior del parque. Quizás quería ver como era una vida sin mentiras. Pero ¿Qué es la vida sin mentir? ¿Qué sería de ellos sin la ciencia ficción? Porque el cine son mentiras. Y la música es mentira. Y hasta los juegos son mentiras. Porque los cuentos son mentiras. Y nos hacen sentir mejor...
Y lo que ella no supo nunca fue, que la que salió perdiendo no fue ella. Porque a todos les encantaban los cuentos de Arielle, y quedaban prendados de la magia que desprendían, porque eran entrañables y bonitos, y todos los querían escuchar. Pero ella ya no. Y los suicidó. Porque ella era la única que sabía... que esos cuentos eran de verdad.
¿A que todo puede paraceros una pena? pero ch... No se puede borrar lo que no está escrito, y todos y cada uno de los cuentos que contaba solo estaban dormidos. Los androides que cazaban mariposas en la luna. Las palomas que comían granos hechos de aceituna.
Lo mismo solo estaba cansada de tan costosa tarea. Aunque no lo parezca, es muy dificil poder contar historias que merezcan la pena. Y se esforzaba al máximo, tal vez solo necesitase descansar. En ocasiones es super difícil hacer felices a los demás.
No veréis llorar a Arielle, pero a la de dentro si, porque es una niña pequeña deseando que le cuenten cuentos antes de dormir. Lo mismo es que ahora os toca a vosotros escribirlos por mi.
Pero eh, que no hay condena sin regalo, y antes de partir salió de sí otro texto que tampoco quedaría grabado. Decía así:
Érase una vez, una pequeña colina cubierta de alfombras de pelico. Era un pelico de ese que no puedes parar de tocar aunque sepas que estás haciendo el tonto con los dedos de los pies. Por eso siempre iban descalzos. ¿Quiénes? Pues dos cerditos muy bonitos, blanquitos y blanditos, aunque uno de ellos era un poco más chiquitito que el otro.
Efectivamente. Uno se llamaba Mister Pringless y el otro Babi.
Mister Pringless siempre decía que eran hermanos, pero Babi le decía que no, que no eran hermanos, y se podían tirar la tarde bromeando sobre ello tomando tazas de té.
Era un curioso panorama contemplar a los cerdillos con sus pezuñitas rodeando las tazas de té mientras sorvían.
Un día, Babi quiso hacer un viaje y salir de la colina de alfombras, y Mister Pringless que siempre cuidaba del otro le dijo que era una estupenda idea. Así que marcharon felices por el campo sin saber a donde iban.
El mundo era tan grande y ellos tan pequeños que al ir andando recorrieron miles de kilómetros, sin percatarse de que su hogar quedaba muy atrás y que probablemente no sabrían volver. Pero les daba igual, porque estaban muy contentos y cada cosa que veían era totalmente nueva.
Cruzaron ríos, vieron campos repletos de amapolas, y hasta pasaron por delante de un volcán sin ningún tipo de miedo. Pero un día, el camino empezo a hacerse muy largo, sobre todo para Mister Pringless. Estaba un poco cansado de andar y se sentó en una roca. Empezó a encontrarse mal y a tener muuuucho calor, porque el sol pegaba fuerte, y le entró fiebre.
Babi lo vió y se ofreció a traerle agua, así que raudo y veloz se dispuso a encontrar un riachuelo cercano. Lo que pasa es que Babi era super torpe de nacimiento. Era un curioso don que le había dado el Dios de los cerdos (ya hablaremos otro día de los misticismos de la piara), y se tropezó unas cuantas veces por el camino haciendo que la desesperación por encontrar agua solo fuera más fuerte.
Mister Pringless al ver que Babi no llegaba se sintió muy solo, y la fiebre que tenía fue a peor, hasta que pensó que estaba muy muy enfermito... Y de golpe y porrazo una gran tristeza empezó a consumirlo conforme pasaron las horas y su malestar y cansancio fue en aumento hasta sentirse jamón. Nadie sabía qué pudo pasar por la cabeza de Mister Pringless. ¿Era miedo o valentía? pero decidió empezar a andar por ese mundo grande para sentirse mejor, o encontrar un hospital. En el fondo Mister Pringless sabía cuidarse muy bien y aunque os haga un pequeño spoiler ¡al final no le pasa nada malo!
Babi cuando volvió y vió que no estaba lloró por un momento. La verdad es que el momento duró bastante mucho, de hecho se hizo de noche mientras lloraba y en el mundo este imaginario cuando se hacía de noche duraba mucho más tiempo del habitual. En el fondo él sabía que Mister Pringless era un cerdo de cuidado y que podría apañarselas muy bien, pero eso no quitaba el hecho de que él había propuesto emprender ese viaje y se sintió un poco culpable. Babi tenía el maldito don que le había dado el Dios cerdo y no estaba muy acostumbrado a recorrer varios senderos sin tropezarse, pero se armó de valor y pensó que si seguía alli en la roca no llegaría a ningua parte.
Sin embargo, por cada una de cal te daban una de arena, y el Dios cerdo también le había dado a Babi otro don un poco más positivo. Y es que sabía ver muy bien los puntitos que brillaban en el cielo.
Recordó sus clases de astronomauta, y con sus patitas cortas recorrió miles de caminos teniendo al menos una referencia.
Babi, con su torpeza y su alegría, con su tristeza y su melancolía descubrió miles de lugares preciosos. Otros que daban miedo. Y se cruzó con muchas personas que le ayudaron a seguir su particular viaje nocturno, en el que tropezaba pero siempre se acababa levantando. Menuda cabezonería tenía Babi cuando se proponía algo.
Otras personas malas también quisieron engañar a Babi, pero eso solo consiguió que Babi se hiciera mucho más fuerte y sabio, otorgándole así más conocimientos que podría usar en su recorrido diario.
Babi nunca dejó de mirar hacia arriba durante el trayecto, por eso no se dió cuenta de que un día le había dado la vuelta al globo entero, y para su sorpresa, llegó hasta una colina cubierta de alfombras de pelico. Era un pelico de ese que no puedes
parar de tocar aunque sepas que estás haciendo el tonto con los dedos de
los pies. Y para su sorpresa, sin querer, se empezó a hacer de día con otro nuevo amanecer, y allí en lo más alto, había una mesita... donde alguien que había estado esperando durante años, acababa de preparar un té.
115 - El último cuento de Arielle.
4 nov 2014
Así lo dijo Merche Owl a las 23:50
Zona: ♥ Historias cortas, Arielle
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