Parece que fue ayer cuando veíamos amanecer. Cuando veíamos las estrellas. Yo solo era una cría.
Pasábamos las tardes haciendo la curva, descansando la espalda en la marquesina mientras las obras nunca acababan y nos reíamos de que el autobús ya nunca llegaba.
Mis cadenas no pesaban, hablábamos de absurdeces, de chorradas, de aquel bus sin parada.
Miles de veces me pregunté a que esperaba, cuando las tardes tornaban frías y ansiaba las llamadas que ya nunca venían, de cerrar las cicatrices de mordiscos que sangraron y parecía que aún ardían.
Era el sitio. De fumar cuando aún nadie lo sabia, de tomarnos las cervezas que a menudo con dos tragos se bebían. Cuando destrozada por mil mierdas familiares allí huía, y como superhéroes al rescate a buscarte siempre alguien acudía.
Pasando las horas. He estado sola. Sola y acompañada. He visto lluvias y algún foco pongamos de una moto que a menudo se rompía. He visto viejos paseando que tropezaban y caían, palomas que acechando migas súbitamente enloquecían.
Y chucherías. "La del unicornio"... como a veces le decían.
Y aún esperan, porque era la metáfora perfecta, la ironía que se materializa y que todo el mundo detesta. La sensación de vivirlo a tu manera, de preguntar y no obtener respuesta, de pasar calor y frío teniendo siempre las manos abiertas. Era el treinta.
Y arreglaron las aceras, pero cuando llega el verano aún no tapa la sombra. Si es que desde el principio ya sabíamos que estaba defectuosa. Ahora solo es de ida, pero no está loca. Cambiaron el recorrido, y ahora solo lo coges cuando te toca.
Pero es el sitio. Todos tenemos nuestra parada de autobús. Alguno que cogemos a menudo, o a diario. A la que vamos aunque no tengamos ni puta idea del horario. Y es que aunque de esa ciudad ya te has ido, todavía recuerdas los momentos que has vivido. Las cortas esperas que te han llevado a tu destino.
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